Es cierto, el tiempo verdaderamente se detiene. Lo
primero que recuerdo es el chirrido punzante de las pastillas de freno al
friccionar los discos. Después de eso, flotas, y te sientes drogada mientras el sabor alcalino
de la sangre te inunda los labios. Pero
si algo no se olvida nunca, esas son las luciérnagas. Un zumbido constante te
taladra los oídos mientras ellas te flashean
y danzan caóticas alrededor de tu cuerpo casi inerte. Azul policía, naranja
ambulancia… Jocosas ellas pululan entre la barbarie quebrada y la adrenalina
anestesiante.
-Médula seccionada. Lamentamos informarle que su padre no
volverá a caminar.- Así, en un segundo, se vuelca un coche y una vida. Ese día
juré que jamás olvidaría la cara del cabrón que se llevó las piernas de mi
padre. Quién me diría que la suerte macabra le convertiría en mi compañero de los
cursos de antropología.
-Su nombre, por favor-, dijo Johannes. Absorta por aquel
título reaccioné asustada ante el codazo de Kimi.
– ¡Vamos, vamos! Contesta- dijo ella.
-Alma, mi nombre es Alma De la Garocha-, respondí
aturdida sin poder apartar la mirada de aquel cuadernillo: “Antropología de la religión: Ritos funerarios y magia en la escuela
Voodoo”. Ese día, mientras la pequeña
Kimi farfullaba, conocería al doctor Johannes
Strauss. Hierático y de facciones duras -típicas de estirpe germana- mantenía el
encanto hipnotizante de aquel que se ha criado en la sureña y embriagadora
Nueva Orleans.
Los días transcurrían
en el aula al ritmo de viles ánimas y liturgias negras. Mi mente, profundamente
obsesionaba, aún no comprendía aquel funesto destino. En cada cruce de miradas
con Julio, me convencía de que no existe tortura más cruel que aquel que ha despedazado tu vida ni siquiera recuerde tu cara. ¿La
sensación? La rabia paraliza tus nervios y te oprime el pecho. El odio toma las
riendas, y entonces, algo cambia en tu vida.
Un martes
cualquiera Johannes anunció que tendríamos el placer de asistir a una clase
práctica sobre magia lóbrega en Haití. Así, nos introdujo en algunos conceptos
básicos de la brujería negra. Entre loas, supersticiones y animismo nos
encomendó realizar una muñeca sagrada de protección. Obsesionado con el método,
repetimos ad nauseam los procederes
rituales estipulados. Diez gramos de tiza blanca, dos cordeles de esparto, una
muñeca de trapo, cinco clavos oxidados y un puñado de sal.
-Felicidades, el ritual
ha sido completado. Ahora ya disponéis de vuestro propio fetiche mágico- espetó
el doctor Strauss.
Asimismo, Johannes nos
recordó que de algún modo las palabras rituales pueden llegar a ser
cautivadoramente tenebrosas, y ciertamente
mauvais dieu lo era. La ceremonia iniciada en clase correspondía a una de
las vertientes blancas de la magia voodoo,
sin embargo, el doctor Strauss confesó que el verdadero poder descansaba en el mauvais dieu. -¿Mauvais
dieu?, ¿A qué se referiría?, ¿Qué sería aquello?-. Profundamente intrigada,
recopilé toda la información disponible en la red referente a aquel rito. Sumergida
en un mar fotos en blanco y negro, animales sacrificados, cabello humano y
cenizas, entre aquella taumaturgia macabra, encontré una tesis doctoral bajo la
autoría del propio Johannes, su nombre: “Mauvais
Dieu o el Dios Malvado”.
Si
bien en clase practicábamos con tiza, cordeles y muñecas de trapo, el mauvais dieu versaba de alcohol, sangre,
huesos calcinados y restos humanos. Sorprendentemente uno de sus usos más
habituales eran los ritos de amarre. Con notables ansias de saber, solicité una
tutoría en la que buscaría respuestas. Allí, reunidos en su despacho envuelto
por una atmósfera de polvo y decadencia, dubitativo, el profesor Johannes
finalmente accedió a facilitarme todo aquello que deseaba saber.
-Querida
Alma, los ritos de amarre consisten en ligar el espíritu de dos sujetos.
Tradicionalmente el del vial y el del contenedor.-
Las
dudas asaltaban mi consciencia mientras Johannes proseguía con su exposición.
-Es
simple, curiosa Alma, al vincular sus ánimas es posible proceder a la fase de
transferencia vital-. En dicha fase el vial de salud, o sacrificado, cedería su
vida a cambio de que el contenedor recibiera toda su esencia vital.
-Entre
los prosélitos voodoo se llega a
hablar de chamanes que jamás envejecen mientras la ciudad marchita y perece.
Pero ya se sabe, esto no son más que supercherías.- dijo él, invitándome a
abandonar su despacho consumido el tiempo de la reunión. Atemorizada pero decidida, disipé toda duda,
si aquello era cierto mi padre volvería a caminar.
-Vamos
Alma, ¿En serio que no quieres un poquito de cerveza?-
-No
gracias Kimi, estoy bien- Realmente me hubiera bebido dos barriles de cerveza
para apaciguar los nervios, pero aquel día necesitaba estar totalmente sobria.
Mientras me libraba de Kimi y los demás, me perdí entre aquel caos de sudor,
alcohol, rock y proclamas comunistas trasnochadas.
-Un
mini de kalimotxo, por favor.- Le dije a la punki de aquella barra de bebidas
en el pasillo.
-Son
4 euros. Precios populares y solidarios.- respondió.
Ocultándome
de las miradas extrañas, diluí abundantes pastillas en aquella bebida. Ensimismada,
contemplaba como los tranquimazines, que algunas noches arrinconaban las penas
de mi padre, ahora se disolvían en aquella mezcla.
Ojeé
entre las multitudes hasta que finalmente di con ese bastardo. Allí se
encontraba él, Julio apestaba a porros y a licor barato. Jactándose ante las
chicas de Contrapoder y 1º de Mayo sobre
sus hazañas sexuales y las legendarias cualidades de su hígado, le ofrecí mi
bebida.
-Julio,
eres pura charlatanería. Seguro que con este mini no puedes.- dije. Pero aquel cabrón no dudó un solo segundo en
ingerir mi cocktail “viaje a la
tranquilidad” de un único trago. Los efectos fueron casi inmediatos, en apenas
unos minutos empezó a tambalearse y a aquejarse de fuertes náuseas.
-Está
demasiado borracho. Le acompañaré al baño para vomitar y despejarse-. Ninguno
de los presentes mostró reparo alguno, estaban demasiado entregados al alcohol
y al fervor de la música punk. Sobre mis hombros cargué su inconsciencia y
destino. Encerrados en uno de los lavabos rebusqué en mi bolso las herramientas
necesarias.
-Una
falange, dos dientes y un mechón de pelo.- Trataba de recordar con exactitud
las palabras que pronunció Johannes. Nada podía fallar.
Primero
fue el dedo índice, tomé con decisión los alicates. Un corte sucio cercenó el hueso
astillando la falange, los crujidos arenosos desgarraban la carne. Sentí un asco
profundo, pero introduje mis dedos en su boca para continuar con los
preparativos. Con movimientos rechinantes conseguí arrancar ambos dientes, pero
una de las raíces se partió insertándose entre la carne rosada y los borbotones
de sangre y saliva. Dejé a Julio sentado sobre el retrete y tomé un pequeño
mechón de pelo. Tenía la mandíbula muy hinchada, pero la hemorragia parecía que
había empezado a remitir. Si alguien se lo encontraba, parecería una común
pelea de borrachos.
Me
apresuré a descender al sótano de la facultad, todo estaba perfectamente dispuesto
después de varias semanas de planificación. Allí, en un aula recóndita, se
encontraba mi padre postrado en su silla de ruedas, drogado y rodeado por 3
círculos concéntricos de polvo de ladrillo y tiza blanca.
-Debes
incinerar la falange, el pelo y los dientes sobre grasa de cerdo. El fuego será
avivado con alcohol etílico y la sangre de una gallina sacrificada in situ. El ungüento resultante será
derramado al ocaso sobre la cabeza del contenedor-. Alma procedió según lo
indicado por el doctor. El fuego aún seguía vivo mientras ella restregaba la
mezcla por la cabeza de su padre. El olor a cabello humano y carne calcinada
resultada cargante y perturbador.
-Parece
que no ha funcionado- dijo ella. Pero en ese ápice de desesperación, su padre abrió
los ojos exaltado. Sus pupilas se encontraban totalmente dilatadas. Confuso,
hizo un ademán por levantarse. Alma no podía creer lo que contemplaba, su
padre, aún como un ciervo recién nacido, se había erguido. Sin más vacilaciones
ella corrió hacia él y ambos se fundieron en un enérgico abrazo. En ese momento
alguien apareció, pero ella, demasiado exaltada, ni siquiera reparó en que en
aquella habitación también contaban con la inestimable presencia del doctor
Johannes Strauss.
Agarrada
fuertemente a su padre, Alma sintió súbitamente un intenso dolor punzante en el
abdomen. Miró hacia abajo y horrorizada descubrió como el brazo de su padre le
había atravesado y desgarrado el vientre. El trauma recorrió su nervio espinal
como un latigazo eléctrico. Su padre se le acercó al oído y le susurró:
-Pequeña
Alma, muchas gracias por el regalo, esta mi forma de agradecértelo-.
Bruscamente, su padre retiró el brazo de las entrañas
mientras sus intestinos se descolgaban hacia el exterior. Los fluidos
corporales encharcaron el suelo.
-Querido Johannes, qué sitio más extraño has elegido para
volver a abrir las puertas del infierno. Y
por favor, ¿Es que nadie va a limpiar este estropicio?-.
Tumbada sobre el frío cemento la sangre inundaba sus
papilas. Entre lágrimas, hundió su retina en los restos de aquel macabro
ritual. Mientras, el chisporroteo incandescente de la grasa al consumirse le
hizo contemplar de nuevo las luciérnagas al atardecer.
Héctor Puente