—…cuando el insoportable
ruido del revoloteo de las moscas hizo interesarse al conserje, los gusanos ya
habían hecho aparición dispersos por todo el cuerpo. El grado de putrefacción
había teñido la piel de un tono bilioso. Unas zapatillas magentas, chándal de
sport y camiseta negra engalanaban el cuerpo menudo del malhadado ser que,
decapitado, se encontraba recostado bocabajo, con las manos atadas por la
espalda. El crimen que encerraba el aula 217 fue descubierto cuando Ángel
Mellado, encargado del mantenimiento de la Facultad durante los meses de
invierno, abrió el portón de madera de la sala alertado por el incesante ulular
de los insectos. Tuvo que esperar más de dos minutos acuclillado para
recomponerse de la inicial bofetada que el crudo olor a muerte le propinó. Poco a poco fue introduciéndose en la lúgubre
aula, que no era de las más grandes de la Facultad, para subir las persianas e
inundar la sala de luz. El Sol descubrió moscas pegadas en la pared y moscas
deambulando erráticas con locura, chocándose unas contra otras, arremolinadas
detrás de la gran mesa del profesor. Ángel se aproximó cauteloso, tapándose la
nariz con la mano para intentar frenar aquel olor al que era imposible
acostumbrarse. Con un fuerte revolcón en el estómago, el conserje sabía que
tras aquella mesa a la que estaba a punto de asomarse solo podría descubrir
algo que le cambiaría la vida para siempre. Cuando contempló el horror, no pudo
más que gritar. Gritar fuerte, a voz en cuello, con las pupilas dilatas, la
mirada sin rumbo y una expresión incalificable.
Cuando los forenses manipularon el cuerpo en la morgue le descubrieron
extraños símbolos pincelados a cuchillo en su pecho. Letras runas, pentagramas
invertidos, una cruz satánica… Pero lo más terrorífico fue el detalle que
encontraron en su cabeza. La lengua fue clavada a la barbilla con un clavo
negro. Al parecer, la lengua extendida es el símbolo de la muerte. Tras dos
meses de investigación, la policía declaró imposible la resolución del caso
ante falta de pruebas y pistas. Pero algo sacaron en claro y así se hizo
constar en el archivo del caso. El móvil del crimen fue un ritual satánico.
—Pfff vaya chorrada de
historia —profirió Agus.
—Eh, vosotros me lo
habéis pedido —se defendió Pedro—. Yo solo os lo cuento tal y como es.
—Oye Pedro, estoy
buscando por Google y no encuentro nada de esta historia —dijo Davide
interesado en el relato.
—Eh, lo que queráis
chicos, me habéis preguntado por leyendas y yo os cuento leyendas. De todas
formas, sé que Ángel Mellado sí existió y fue conserje de la Facultad —siguió
defendiéndose Pedro.
—Y, ¿cómo lo sabes?
—le preguntó Ainhoa.
— Lo sé, querida
vascona, porque J.J. -el conserje de la segunda pecera de la tercera planta- es
amigo y me lo ha certificado. Al parecer, su padre fue compañero de Ángel
Mellado aquel verano —asentó firmemente Pedro.
—Con que te lo ha
“certificado”… —dijo Ainhoa con displicencia.
—Así que rituales
satánicos, ¿no? —insistió Agus.
—Satanismo,
nigromancia, ocultismo… yo qué coño sé —contestó Pedro—. El caso es que la
historia es cierta.
—Yo te creo Pedro
—dijo convencido Davide—. En la Italia hay muchas historias de brujería y
exorcismos. Tengo un amigo cuyo… em… cómo se dice nonno… ¡ah sí!, cuyo abuelo
trabajó como periodista e investigó sucesos relacionados con asuntos de sectas
satánicas. Además, como dice un cómico famoso de mi patria, “si existe un dios,
existe un diablo”. Yo creo en Dios así que…
—Gracias Davidé. Al
final va a resultar que el erasmus sirve para algo —dijo con sorna Pedro—. Por
cierto —continuó mientras recogía la
mochila de la mesa de la cafetería tras constatar que ya eran más de la una de
la tarde—, este viernes se cumplen veinte años del asesinato de aquel chico.
¿No es emocionante?
Durante los cuatro
días que transcurrieron hasta el viernes de aniversario, el tema fue recurrente
únicamente para vacilar a Pedro que, cansado de sus amigos, decidió no volver a
mencionarlo. Davide, a quien la historia no le había producido el mismo
desinterés que a sus colegas, invitó a los tres a la fiesta erasmus que la
propia Complutense había organizado para la despedida de navidades, antes de
que los distintos estudiantes se marchasen a sus ciudades natales para las
pascuas. La fiesta, celebrada en la misma Facultad de Ciencias Políticas y
Sociología, fue un revuelto de europeos que bailaron durante toda la tarde al
son de reguetón y bachatas latinas, entremezclado con clásicos del rock y
patrios villancicos entre los que, representando al país anfitrión, no faltó
Raphael, para mayor gloria del DJ navarro a cargo de los platos. Alemanes de
metro noventa e italianos de pelo en pecho; portugueses morenos y rubios
suecos; holandeses pelirrojos y noruegos melenudos. Una retahíla de tópicos que
tomaron consistencia entre las paredes del pasillo sin ley de la Facultad,
también conocido como “Jumanji”, donde, a pesar de la escasez de españoles, el
humo del tabaco hacía denso el ambiente. Las malas costumbres son las primeras
en aprenderse. La bebida corrió a cargo de los alemanes, quienes recurrieron a
una costumbre navideña tradicional: ponche de vino caliente sazonado con frutas
espiritosas y acompañado de bizcochos de nombres impronunciables. Por supuesto,
tampoco faltaron licores convencionales. No es por menospreciar las tradiciones
alemanas, pero a la primera que vea una botella de JB me la quedo, decía Pedro
con su lacerosa sinceridad. Davide, una persona tímida que rápidamente se hizo
amigo de españoles sin llegar a conocer a ningún compatriota suyo, empezó a
soltarse al calor del vino caliente. Con un vaso de plástico en su mano
derecha, cada vez que entablaba conversación con alguien no tardaba más de un
minuto en contarles, con un tono de misterio y una confianza en un carisma que
solo salía a relucir cuando sus mejillas se enrojaban por el alcohol, la poca
creíble historia del sacrificio satánico. Así, no hubo ni un solo país en la
fiesta representado que no acabase conociendo la leyenda. Las reacciones se
sucedían con la misma diversidad que nacionalidades había presentes. Desde el
desinterés pasota de los holandeses hasta la condesdencencia indulgente de los
franceses, pasando por la fascinación infantil que mostraron el grupo de los griegos.
Fueron los tres hermanos noruegos los que con mayor seriedad e interés
escucharon a Davide. Vestidos con botas negras, vaqueros negros y chaquetas de
cuero; pulseras y collares de pinchos metálicos y pendientes lanceolados, y
portando melenas hasta la mitad de la
espalda, eran, posiblemente, los tres únicos metaleros de toda la facultad.
Mientras escuchaban el relato, se miraban y bosquejaban sonrisas irónicas que
guardaban algo. Davide, que iba por su quinto vino caliente, no era capaz de
percibirlo.
La noche acabó en un
local de Tribunal donde se celebraba el Fucking Thursday, una fiesta que poco
tenía de especial. Pero la dispersión hacía horas que se consumó, desconociendo
dónde habían acabado cada cual.
A la mañana siguiente,
día de resaca y último antes de las vacaciones, Agus y Ainhoa se encontraron a
primera hora. Pedro no apareció, algo habitual incluso en los días en los que
la intoxicación etílica no servía de justificante. Pero la ausencia de Davide
sí era inusual, sobre todo cuando tocaba Relaciones Internacionales, a cuyo
profesor poco le importaba que fuese el último día antes de vacaciones o antes
del juicio final. Pasaba lista sí o sí y no concedía más de tres faltas. Las
dos horas de clase pasaron lentas y sin interrupción. Se apuró hasta la una en
punto, pero se decidió ir a la cafetería a por un cortado para intentar luchar
contra la modorra. La Facultad estaba casi vacía. Poca gente en clase, poca
gente en la cafetería y pocos coches en el parking. Estuvieron quince minutos
sin apenas dialogar cuando apareció Pedro, lívido y exhausto. Se apresuró a la
mesa donde se sentaban Agus y Ainhoa, se apoyó con las dos manos en ella e
intentó controlar su acelerado respiro:
— ¿Y Davide?
—Ni idea
—contestó Agus desoncertado.
— ¿Has venido
corriendo Pedro? —preguntó Ainhoa extrañada.
—Eh, mirar el
mensaje de voz que me dejó ayer a eso de las tres de la noche —paró un par de
segundos para seguir cogiendo aire—. Yo ya estaba sobado, pero lo he escuchado
antes, mientras venía —Pedro sacó el teléfono, buscó el mensaje de voz y matizó
la hora de envío—. A las tres y veintitrés exactamente —a continuación activó
el altavoz y lo puso en medio de la mesa—: “¡Pedro socorro, estoy en la Facultad, me han se!”…
La voz de Davide proyectaba
pavor. Tanto Agus como Ainhoa lo notaron con la misma congoja que había llevado
a Pedro a venir corriendo desde la parada del autobús.
—Joder… no tiene pinta de ser una broma eh —sugirió
Agus.
— ¿Qué hacemos? —Ainhoa, habitualmente la más lucida del
grupo, en esta ocasión estaba igual de agarrotada por el desconcierto que sus
dos compañeros.
— ¿Recordáis con quién estuvo en la fiesta o con quién
se fue después de ella? —preguntó Pedro sin tener muy claro por dónde empezar.
Agus y Ainhoa se
miraron preocupados, esperando a que el otro tuviese una respuesta.
—No —se adelantó
Ainhoa—. Nos separamos rápidamente. Cuando tú te fuiste con los de la
asociación, Agus y yo nos quedamos poco más de una hora, pero Davide ya se
había perdido entre la multitud.
Pedro venía
mascullando una idea desde que escuchó el mensaje viniendo a la Universidad.
Sabía que a sus compañeros les parecería una tontería, pero en este estado de
alarma era lo único que podía barruntar con cierta claridad.
— Eh, hoy es viernes. Es el veinte
aniversario de… bueno ya sabéis. La leyenda… —Pedro acabó de pronunciar la
palabra sin parpadear, con las cejas arqueadas, escrutando las caras de sus
amigos en busca de muecas que tachasen la sugerencia de estúpida. Sin embargo,
no fue así.
—Joder —dijo Agus
especialmente asustado—. ¿Dónde coño sucedió? ¿En qué aula?
— ¿En serio creéis
que…? —preguntó Ainhoa desconcertada antes de que Pedro la prorrumpiese.
— ¡doscientos
diecisiete!
Inmediatamente, Pedro y
Agus, dejando a Ainhoa plantada en su silla, salieron corriendo hacia el aula
sin tener muy claro la lógica de lo que hacían, pero con una desagradable
sensación en el estómago a cuenta de lo que le sucedió a ese joven según la
leyenda. Mientras subían las escaleras troncales hasta la segunda planta apenas
se encontraron con dos personas. Eran las 13:18 y ya no quedaba demasiada gente
en la Facultad. Cuando llegaron al segundo piso empezaron a escuchar a lo lejos
un estruendo de batería y guitarra con gritos desgarradores, como de
ultratumba. Según se acercaban al aula, el ruido tomaba forma de canción. Solo
un aficionado al Black Metal hubiese adivinado que aquello era en realidad Kathaarian Life Code de Darkthrone.
Cuando abrieron la puerta del aula 217 solo diez velas concedían luz al cuarto.
Diez velas colocadas en un círculo amplio. Todavía con el shock, Agus logró
identificar a Davide dentro del círculo. Bocabajo, maniatado, pero con la
cabeza sin cercenar. Cuando Pedro gritó su nombre, Davide dirigió su cabeza
hacia la voz, mostrando un rostro infernal. De las cuencas oculares solo
brotaba sangre cobriza y de su garganta un quejido gutural de baja intensidad,
pues su lengua se encontraba clavada a su mentón. En frente del círculo, sobre
la mesa del profesor, se encontraron sorprendidos tres chicos vestidos de
negro. A sus pies, un antiguo radiocasete desde donde se reproducía la música.
Son los putos noruegos, acertó a decir Agus antes de que uno de ellos, con un
cuchillo en la mano, se cortase la muñeca con un tajo en diagonal. El hermano
del medio, sonriendo, le arrebató el cuchillo al primero y repitió la
autolesión. Mientras reía y se lo pasaba a su otro hermano, les advirtió que
habían llegado demasiado tarde. Que el Señor ya había sido llamado y que el ser
de las dos patas con la pezuña hendida resurgiría. Cuando el tercer hermano se
desgarró las venas, los tres unieron sus muñecas cortadas y mezclaron su sangre
sobre los ojos de Davide.
— ¡Con la sangre de
los que creen y los ojos del que te ansía ver, te llamamos, Bafomet, para que
principies tu eterno reinado sobre la tierra de los renegados! —los tres
hermanos gritaron la invocación al unísono.
Agus salió despedido
hacia Davide, seguido de Pedro. Le cogieron entre los dos y le sacaron del
círculo para llevarle hasta la pared de los ventanales donde le apoyaron
mientras le observaban con horror.
— Os vamos a matar
hijos de puta. — les dijo Pedro con una rabia serena mientras los tres hermanos
noruegos se hundían en la decepción por lo ineficaz de su ritual.
Casi al borde del
desmayo, los hermanos se bajaron de la mesa y se arrodillaron en el suelo.
Pedro, aun con la curiosidad de saber cómo tres noruegos de no más de 22 años
llegaron a saber de la leyenda, se empezó a acercar a ellos con la firme
intención de aprovecharse de su estado para vengarse, aunque sin saber muy bien
cómo. Cuando llegó a coger a uno de los hermanos de la camiseta, con la mirada
torva, la música del casete paró en seco. Esto, inesperado, hizo despistarse a
Pedro, que miró al casete desconcertado, pues el hermano que más próximo estaba
a él yacía casi desangrado en el suelo. Sin tiempo a pensar tan siquiera que la
cinta se hubiese acabado, el aire empezó a arrastrar a la habitación un sonido
leve, metálico. Como el de una herradura pisando suelo. Un sonido cada vez más
nítido, cada vez más próximo. Se podía intuir que desde el pasillo se acercaba
al aula, lento, sigiloso. Tanto Agus como Pedro siguieron con la mirada, a
través de la pared, el avance de aquellos siniestros pasos, cada vez más
próximos a la puerta. Con un calor insoportable dentro del cuarto, el hermano
noruego al que sujetaba Pedro soltó una débil carcajada que hizo dirigir la
atención de los dos hacia él. El hermano, todavía esbozando la mueca de
sonrisa, redirigió con un último esfuerzo la mirada de sus ojos hacía la
entrada. Pedro y Agus le siguieron. Por
el umbral de la puerta asomaban dos patas de animal. De cabra, tal vez, cuyas pezuñas
estaban marcadas por profundas hendiduras.

Iván Pérez Hernando